Salomón Lerner Febres
IDEHPUCP - 26 de noviembre de 2024
Vivimos una época turbulenta, un clima de zozobra que muchas veces llama al pesimismo y hasta a la resignación. Eso lo experimentamos los peruanos diariamente y de una manera muy concreta por la profunda descomposición de nuestro espacio público: desgobierno, triunfo de la corrupción, regresión autoritaria, ataques diarios a los fundamentos de la democracia y la civilidad desde la cúspide del poder político. Pero sabemos que nuestro país no es la única sociedad que atraviesa un trance semejante. Hay un malestar global, una situación de desencanto y angustia que contrasta con el clima de expectativas relativamente optimista de hace pocas décadas, cuando parecía que se abría una era de cooperación internacional para hacer frente a los desafíos materiales y políticos de la humanidad.
No es sencillo encontrar un nombre o un concepto que capture en su justa medida esta compleja situación. Existe, por un lado, el problema de que ella tiene varias dimensiones: política, económica, cultural, científica y técnica, y sobre todo moral. Por otro lado, no es fácil decidir cuál es el nivel de amplitud de la crisis. ¿Estamos ante una situación coyuntural, vinculada, por ejemplo, con la pasajera actualidad política y con los transitorios líderes que hoy dominan el escenario mundial? ¿O es que esta realidad episódica, que tanto nos impresiona por sus impactos sobre nuestras vidas diarias, es en verdad la manifestación de una realidad más amplia, de dimensión histórica o, por así decirlo, epocal?
El gran interés de este nuevo libro de Francisco Sagasti reside, precisamente, en esta triple operación intelectual: en primer lugar, nos muestra que lo que experimentamos se sitúa en el plano de la historia o de la época, es decir, que no se trata de una crisis temporal; en segundo lugar, propone una forma de designar a esa situación, a la que define como el agotamiento y ocaso de la era inaugurada por el pensamiento de Francis Bacon en el siglo XVI o, lo que vendría a ser equivalente, el inicio científico de la modernidad occidental; en tercer lugar, ofrece un análisis detallado de esa época que hoy parece exhausta, víctima de su propio éxito, y delinea tentativamente las grandes tareas que tenemos por delante para ingresar con mejor paso a una era o época post baconiana. Esa mirada al presente con vocación de comprensión histórica, desentrañando, además, las bases filosóficas de la conflictuada civilización contemporánea, nos reta a mirar nuestro entorno –a las instituciones que gobiernan nuestras vidas y también a nosotros mismos como sujetos con voluntad que participan de ellas—con una actitud crítica, una actitud que obliga a reconocer que las certidumbres con las que vivimos –y que se basan, en última instancia, en nuestro dominio sobre la naturaleza—son al mismo tiempo la semilla de nuestra zozobra. Esto, casi no necesito decirlo, es un tema enraizado en la tradición de la filosofía contemporánea por lo menos desde el pensamiento de Martin Heidegger y su exploración de las relaciones entre ese misterio filosófico que es el olvido del ser y el ascenso de la técnica –que es la manifestación de la voluntad de poder—a condición dominante y subordinante de la humanidad.
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