Javier Gomá, una de las figuras más destacadas del pensamiento español actual, afirma en su último libro que la filosofía que perdura es la que se deja leer mejor. Ofrecemos un adelanto de ‘Universal concreto’
Javier Gomá
La Vanguardia - 21 de octubre de 2023
Hubo un tiempo, al principio de su historia, en que se dio el nombre de filosofía a un saber omnicomprensivo que abarcaba todos los conocimientos de la época. Todavía en el siglo IV a. C. Aristóteles fue capaz de ser autor de tratados sobre las materias más dispares: lógica, retórica, metafísica, ética, política, poética, historia, física, biología, meteorología, psicología. La filosofía era entonces la ciencia primera y en ella se fijaban los fundamentos de todo pensar posible. Más tarde, a partir del Renacimiento, las disciplinas fueron especializándose y, al emanciparse de la filosofía y de la teología, nacieron las ciencias modernas, autónomas en el estudio del campo que constituye su materia específica, lo que obligó a la filosofía a redefinir su esencia y a ocupar una nueva posición en el sistema general de saberes.
La filosofía ha mirado siempre con admiración a la ciencia, fascinada por la exactitud, coherencia sistémica, método y carácter predictivo de sus leyes, las cuales han de ser –esto es irrenunciable– susceptibles de alguna forma de demostración objetiva y pública. Sólo se considerarán científicos aquellos enunciados que superen la prueba de su verificación racional. Las leyes de las ciencias empíricas, por ejemplo, han de ser validadas en el laboratorio o en el experimento y cualquiera puede comprobarlas siempre que se tome la molestia de cumplir las condiciones o protocolos determinados por dichas leyes para su corroboración. A base de demostraciones cada vez más precisas, la ciencia progresa, el conocimiento se acumula y sus conclusiones logran explicar el mundo mejor y más ampliamente que antes.
La categoría del progreso, con la humildad con que hoy conviene usar esta noción controvertida, es genéricamente aplicable al desarrollo científico. A nadie, salvo al historiador de la ciencia, le importa el estado de la biología molecular hace treinta, cincuenta o cien años. En ciencia, que siempre mira al futuro, lo interesante reside en lo último y cada nuevo avance, que corrige o supera el estado anterior de la disciplina, condena el pasado a la arqueología.
Obsérvese ahora lo que, por contraste, sucede con la literatura. Se ha indicado que en la ciencia el momento de la verdad está en su verificación. Ahora bien, ¿alguien sabe que se haya verificado alguna vez las grandes obras maestras de la literatura: la Ilíada, la Eneida, la Divina comedia, El paraíso perdido o Guerra y paz? ¿Existe algún procedimiento para medir objetivamente su calidad excepcional? Ya se ve que no. ¿Dónde, pues, está su verdad?
La filosofía es un género de literatura que, como toda literatura, surge a instancias de una vocación. Una filosofía sin visio y sin missio –sin vocación literaria– bien pudiera ser el texto de un profesional de filosofía, de un profesor, de un editor, de un filólogo, de un traductor, de un glosador, de un investigador, todo ello incluso en grado eminente, pero no la obra de un filósofo.
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