Es uno de los autores de referencia en el ámbito de la filosofía política. El curso sobre justicia (Justice) que imparte desde hace dos décadas es el más popular de la Universidad de Harvard y fue el primero que estuvo disponible gratuitamente en línea y en televisión. Ha sido visto por decenas de millones de personas en todo el mundo, incluso en China, donde Sandel fue nombrado la “figura extranjera más influyente del año”.
Jorge Fontevecchia
Perfil - 23 de agosto de 2023
—Usted habla en su libro del concepto de libertad, y apunta que a mediados del siglo XX se produce una transición de la concepción republicana de la libertad a la concepción liberal de la libertad, la cual insiste en la neutralidad entre las concepciones de la buena vida, ¿podría aclarar para la audiencia la diferencia entre estas dos concepciones de la libertad?
—En estos días, la concepción dominante de la libertad es la idea de que soy libre si puedo hacer lo que quiero y obtengo lo que quiero sin impedimento exterior. Tiene que ver en gran medida con la libertad del consumidor, para comprar y consumir bienes. Esta es una noción individualista de la libertad. En mi libro El descontento democrático comparo esta idea de libertad, tal como usted señaló, con una tradición más antigua de libertad, y se remonta a la república estadounidense. A esta concepción de la libertad la llamo concepción cívica de la libertad. Ser libre no es solo consumir los bienes que quiero. Ser libre es tener una voz significativa en la configuración de las fuerzas que gobiernan nuestra vida colectiva, es la libertad del ciudadano, no solo la libertad del consumidor. En parte, lo que sucedió en el transcurso de mediados y finales del siglo XX y más allá, es que hemos pasado de la comprensión cívica de que la libertad está conectada con el autogobierno, tener voz, tener una voz significativa y hemos aceptado que nos hemos deslizado hacia la idea individualista, consumista de la libertad, que deja atrás el proyecto de autogobierno. Entonces, ¿qué importancia tiene esto para la política contemporánea? El abandono eventual de la concepción cívica de la libertad, que es compartir el autogobierno, hace que los ciudadanos se sientan impotentes, hace que los ciudadanos sientan que no tienen voz. Cuando las personas se sienten sin poder y la economía los deja atrás, como sucedió durante las décadas de globalización, muchos trabajadores se enojan, comprensiblemente, y se resienten de los que están arriba, quienes a menudo son vistos como menospreciadores de los trabajadores. Donald Trump era muy bueno en la política del agravio, por lo que explotó el espacio que quedó en nuestra vida pública cuando abandonamos en gran medida la concepción cívica de la libertad en favor de una idea de libertad consumista, individualista y orientada al mercado.
—¿Está relacionado con la idea de Isaiah Berlin, cuando expuso en la Oxford Academic, y explicó la diferencia entre la libertad positiva y la libertad negativa?
—Sí, está conectado. Y este es, como usted sugiere, un debate de larga data dentro de la filosofía política. Isaiah Berlin distinguió entre lo que él llamó libertad negativa, con lo que se refería a la libertad de estar solo, perseguir mis propios intereses y fines, y la libertad positiva, que tenía más que ver con lo que he llamado la concepción cívica, la idea de que solo soy realmente libre si soy un ciudadano capaz de deliberar con mis conciudadanos sobre el destino de nuestra comunidad política. Ahora bien, Isaiah Berlin desconfiaba de la concepción positiva de la libertad, como él la llamaba, la que se remonta a Jack Rousseau, por ejemplo, a Aristóteles, lo que he llamado la concepción cívica de la libertad, porque pensaba que si llevamos a la política concepciones del buen vivir, en sociedades en las que discrepamos sobre el buen vivir y cuestiones morales, se corre el peligro de que la mayoría imponga sus valores a quienes discrepan. Esa es una preocupación legítima, pero creo que es un error renunciar por completo a la idea cívica de libertad, porque de ella depende realmente el proyecto de autogobierno. Y hemos visto lo que ha sucedido en las últimas décadas cuando hemos renunciado en gran medida a la idea de deliberar juntos como ciudadanos en un sano debate democrático sobre el significado del bien común. Si pudiera agregar, cuando salió la primera edición de El descontento democrático a mediados de la década de 1990, me preocupé, a pesar de que era un momento de aparente paz y prosperidad y la Guerra Fría había terminado. Me preocupaba que se vaciara el discurso público de significado moral más amplio, de debate sobre las concepciones de la buena vida, el intento de ser neutral, como mencionaste anteriormente, que eso abriera el camino, creara una especie de vacío moral, que tarde o temprano sería llenado por voces estrechas, intolerantes y ásperas que querían recuperar nuestro país, nuestra cultura, y restaurar la clara distinción entre los de adentro y los de afuera. Me preocupaba que este espacio vacío se llenara con fundamentalismo o hipernacionalismo, y eso, lamentablemente, fue lo que sucedió.
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