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La filosofía ha sufrido una infravaloración continua en las últimas décadas, en buena medida por los cambios propios de la sociedad de la información en una época en la que el auge de la tecnología y la ciencia ha transformado los espacios sociales.

Boris Berenzon
Mundiario  - 9 de junio de 2023

En las últimas décadas hemos presenciado el desdén generalizado hacia la filosofía, desde su abandono y casi eliminación de los currículos escolares, hasta la banalización y mercantilización del pensamiento de los grandes sistemas filosóficos. Las razones son diversas, pero sin duda alarmantes, en buena medida porque no queda del todo claro cuál es el panorama de la filosofía en la sociedad futura más allá de los nichos que se han preocupado por cultivarla, pero que desgraciadamente siguen constituyendo pequeños espacios cerrados generalmente definidos por las academias. Esto asegura su subsistencia pero también resulta preocupante en lo que respecta a la acogida de la filosofía en el resto de la población.

La filosofía ha sufrido una infravaloración continua en las últimas décadas, en buena medida por los cambios propios de la sociedad de la información en una época en la que el auge de la tecnología y la ciencia ha transformado los espacios sociales de manera profunda y ha impulsado a que las necesidades del mercado—y, por lo tanto, de la mayoría de la sociedad—estén enfocadas en los resultados prácticos y las aplicaciones inmediatas para resolver los problemas. En el fondo del problema no solamente están los presupuestos enfocados al crecimiento de las tecnologías de la información, sino la creencia de que la filosofía es obsoleta y demasiado abstracta como para aportar soluciones a las problemáticas verdaderamente importantes.

Los sistemas educativos han jugado un papel importante en la pérdida de valor de la filosofía, en parte porque la presentan como una materia abstracta que se estudia por sí misma y no porque sea útil para la existencia humana. A los tiempos acelerados y resultados certeros de las disciplinas enfocadas en saberes empíricos, la filosofía se opone cínicamente, pues parece ser improductiva y poco rentable. Escapa a los resultados cuantificables e incluso a los cualitativos, y aunque se le sigue incluyendo en los currículos, tiende a aparecer como un requisito, parte de la "cultura general" que se espera que los alumnos alcancen, pero que no se ve reforzada desde los otros enfoques y disciplinas como un saber que genera valor a futuro y en la vida diaria.

Existe la creencia de que la filosofía no mantiene una conexión profunda con la actualidad, con los desafíos inesperados que traen las crisis. En tiempos de pandemia, por ejemplo, se llegó a pensar que desviar los recursos de las áreas humanísticas, incluyendo la filosofía, hacia las ciencias de la salud era un paso no sólo necesario sino urgente. Si bien, en medio de la crisis sanitaria este tipo de medidas están justificadas, también deben impulsarnos a reflexionar críticamente sobre el papel de los saberes filosóficos en contraposición con una educación estrictamente racionalizada, enfocada en la "calidad" basada en parámetros estadísticos, esquemáticos y estandarizados.

La conciencia sobre el papel de la filosofía no ha permeado los espacios de divulgación y difusión para todas las edades. Suele ser ignorada en los objetivos gubernamentales y sufre ante la creciente importancia que adquieren las habilidades técnicas y la memorización de procedimientos. Ante todo, la filosofía impulsa el pensamiento crítico y no es famosa por sus capacidades para generar certezas y estabilidad, al contrario, la filosofía pone todo en entredicho, genera dudas, lleva a la crisis nuestras certezas y nos mantiene en una constante incertidumbre producida por el pensamiento crítico.

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